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Sobre escándalos y credibilidad

Los resultados de la VI Encuesta Anual sobre Confianza en las Instituciones del Grupo de Opinión Pública de la Universidad de Lima, muestran el deterioro indetenible del prestigio y la credibilidad de parte significativa de la institucionalidad pública del país. El 84.2% de los encuestados no confía en el Congreso de la República; el 74.8% desconfía del Poder Judicial; el 61.7%, del Poder Ejecutivo; el 61.1% de la Policía Nacional y como no podía ser de otra manera, el 89.4%, de los partidos políticos. Aunque la encuesta es totalmente limeña, creemos que expresa, puntos más, puntos menos, la percepción nacional.

Las últimas semanas, la corrupción y la arbitrariedad de las principales instituciones del país, han saturado a la opinión pública. La universidad Alas Peruanas, ese sorprendente centro educativo que pasó en 14 años de la nada a tener más de 70,000 estudiantes y sedes educativas en todo el país pero también en España, Italia y Estados Unidos, adquirió rápida notoriedad por sus ostensibles vínculos con el poder. Vocales supremos, así como padres y madres de la patria (palaciegos y opositores, hay que decirlo) auspiciados en viajes sorprendentes para participar en homenajes a Vallejo o en reuniones de la Internacional Socialista. Parlamentarios y un ministro que son parte de una forma u otra de un negocio educativo a todas luces irregular y creado al amparo de la legislación fujimontesinista y el alcalde de Lima, virtual candidato presidencial, avalando la seriedad de su facultad de arquitectura… Escándalo grueso y grosero que motivó incluso el malhumor presidencial.

En competencia por los titulares, la Policía Nacional no se quedó atrás. La documentada denuncia sobre la existencia de un escuadrón de la muerte en Trujillo, dirigido por un oficial recientemente condecorado por Mercedes Cabanillas cuando fuera Ministra del Interior, no pudo ser silenciada por el supuesto descubrimiento de un grupo de emprendedores pishtacos dedicados a la exportación, como tampoco pudo disimularse con la sanción al general Murga, la patinada del actual Ministro quien anunciara triunfante tan sorprendente hecho.

El Tribunal de Garantías Constitucionales también puso su parte y siguió acumulando méritos. A su cuestionable y conservador fallo sobre la píldora del día siguiente, se sumó la orden de excarcelación del general Chacón por el tiempo transcurrido de su juicio sin sentencia, abriendo así una puerta amplia para la libertad de un número significativo de mandos militares involucrados en distintos casos de corrupción. Por si necesitáramos más espectáculo, serios y formales grupos empresariales –Wong y Bustamante– aparecieron contratando matones y actuando como invasores al límite de la ley, para resolver sus diferencias por la propiedad de una empresa azucarera en el norte chico de Lima.

Resulta evidente que la corrupción y los estilos que heredamos del régimen anterior están vivitos y coleando, como es claro que distintos funcionarios y autoridades están interesados en garantizar su continuidad. Nadie debe sorprenderse en consecuencia de la pobre valoración de algunas de las instituciones más importantes del país. La incapacidad de los partidos políticos, de todos sin excepción, para hacer frente a esta situación es dramática y explica en parte por qué, 9 de cada 10 limeños no les creen.

El debilitamiento de la democracia y de su valoración, son consecuencias directas, entre otras cosas, de estos hechos. El surgimiento de una opinión pública cada vez más autoritaria –convencida por ejemplo de que el servicio militar obligatorio es un buen remedio para las pandillas o que acciones como las del escuadrón de la muerte se justifican por la violencia delictiva– lo es también. En un año electoral, con un Presidente que ya adelantó su voluntad de influir en el mismo y con un partido de gobierno que ya no se sonroja de sus disputas por prebendas –¿o alguien cree que las acusaciones cruzadas entre el congresista Núñez y el jefe de COFOPRI de Ica, tienen otra motivación?– existen razones sobradas para asustarse por el significado de estos síntomas. Semejante institucionalidad no es una simple “irracionalidad”, pasible de ser enfrentada solamente con «campañas de valores» o «premios a las buenas prácticas». No es una cuestión de actitud sino de modelo: la muy particular forma de nuestro neoliberalismo oficial, que profundiza la desigualdad y los otros males que el mismo conlleva, está en la raíz misma de nuestra descomposición institucional.

desco Opina / 11 de diciembre 2009
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